jueves, 2 de febrero de 2017

TU RECUERDO ESTÁ A SALVO CONMIGO

-“Uep, Capitán, me tienes que ayudar a contar esta historia. Échame una mano, porque no creo que pueda sola”. Porque, ¿Cómo explicar en pocas palabras la emoción de volver a encontrar a un gran amigo que, por circunstancias naturales y trajines cotidianos, habías perdido de vista?  ¿Cómo contar la alegría de oír nuevamente su voz, saber de su vida, volver a compartir viejas historias de juventud y nuevas sensaciones? Tú ya lo sabes porque eres uno de los dos protagonistas de este relato, pero quizá sea conveniente poner en antecedentes a los que, cada uno por un motivo distinto, hayan decido leer este escrito: a lo mejor si les doy alguna pista, entenderán mejor lo que quiero expresar.
Te conocí en un día caluroso de junio de hace treinta años, en uno de estos complejos turísticos construidos donde las lluvias torrenciales de septiembre desembocan en el mar, formando una de estas maravillosas calas del este de la isla, mientras yo intentaba guiar y dar información a los turistas perdidos, y tú aspirabas a no perderte, mientras buscabas tu vocación compaginándola con un trabajo estival. Y en aquel lugar, en el que los dos nos encontrábamos extraños, donde el agotamiento del trabajo no nos permitía fijarnos en las maravillas del paisaje que nos envolvía, de donde yo hubiera querido salir huyendo cada vez que se ponía el sol y donde tú no hubieras querido tener que volver cada vez que amanecía, empezó nuestra entrañable amistad. El vaivén de las olas en la playa, parecía querer otorgar una mínima sensación de movimiento a toda aquella agobiante quietud y las cigarras, con su fragor de alas frotándose, tapaban el silencio que, a nosotros, nos parecía que se había adueñado del territorio en el cual trabajábamos. Porque a pesar de las centenares de personas bronceadas o achicharradas por el inclemente sol, dispuestas a pasárselo bien a toda costa, y no obstante nos encontráramos en medio de una Babel mallorquina, con decenas de lenguas habladas con estridente y forzada alegría, nosotros nos sentíamos como si alguien hubiera desconectado unos enormes bafles y las voces de aquella enorme masa de personas, nos llegasen filtradas a través de una espesa capa de algodón.  “¿Conoces a Antonio Tabucchi?”- me preguntaste un día –  “no se puede vivir sin leerlo”. Y el mundo, de repente, volvió a girar: volvieron los sonidos, los colores, y el lugar me pareció un poco menos árido y la sequía se amortiguó con el fluir de tus interesantes palabras. Ya tuve un motivo para quedarme a cada puesta de sol y tú, para no temer cada amanecer. Nuestras conversaciones vencieron el desgaste de un trabajo que yo había escogido y el tedio del qué tú debías realizar. Así surgió nuestra cariñosa amistad que se consolidó, a diario, a lo largo de varios meses y que desafió el tiempo y los prolongados años de separación, ocupados en quehaceres cotidianos y vivencias por separado, apareciendo y desapareciendo como lo hace, a veces, la luna detrás de las nubes. Pero hace un par de años, me volviste a encontrar y me alegré de que no hubieses cambiado: un punto firme en mi vida. Hablábamos de tu familia, sobre todo de tu hijo y de tu fantástica mujer, de organizar una comida juntos, de invitaciones en mi casa y en la tuya, de faros, atardeceres y mar. Y las fotos que me enviabas desde tu atalaya, una casa que parecía un barco varado en una colina de Felanitx, imágenes donde el rojo del cielo alcanzaba unos tonos imposibles y que tu conseguías captar con tu objetivo, eran espectaculares: “Tenemos que organizar una exposición fotográfica” –te decía, mientras tu obviabas el tema y pasabas al siguiente - “Y sobre todo, quiero ser tu vecina en el “Port de Felanitx”, tu amiga (que ya lo soy) y amiga de tu familia, contemplar tus mismas puestas de sol y el faro más bonito de Mallorca, en vuestra compañía.”- continuaba. “Esto está hecho”- me contestabas, como si todo fuera posible y tuviéramos todo el tiempo del mundo. Quedamos para vernos pasadas las fiestas navideñas, como todo hijo de vecino “mallorquín” que se aprecie: “Quan passi es trui de ses festes”- dijimos. Pero tú no fuiste a la cita, Capitán. Me dejaste esperando sola, soñando en los siguientes treinta años de amistad, los que yo había previsto llenos de reseñas y comentarios literarios, luz intermitente de faros y visitas a una acogedora casa barco, varada en una colina. Compuesta y sin amigo.
Supongo que habrá quien diga que fuiste un cobarde y quien un egoísta (estos últimos tienen una parte de razón), yo considero que fuiste muy valiente: desconozco tus motivos, pero cuánto coraje se necesita para decir definitivamente basta. Supongo que tus actos fueron dictados por tu extrema sensibilidad y  formidable inteligencia, la que poseen los pocos que saben ver más allá de la simple realidad. La cuestión es que has desbaratado los planes a unas cuantas personas que te querían mucho y no puedo ni imaginar su dolor. Pero, dime qué hago yo ahora con mis proyectos de una amistad recién estrenada, que había vuelto a nacer y se preveía llena de tus comentarios e interesantes ocurrencias. ¿Cómo se lo explicamos a la gente que está leyendo este escrito y que ya nos imaginaba, los próximos treinta años, en Porto Colom sentados sobre una roca hablando de viejos recuerdos, proyectos de exposiciones fotográficas y literatura? Explícaselo tú, Capitán, porque yo no creo ser capaz de hacerlo.
A Miquel Ángel.




miércoles, 19 de agosto de 2015

UNA VENTANA ABIERTA AL ARTE


En este verano caluroso, el más cálido de los últimos treinta años según los expertos,  cargado de promesas incumplidas y expectativas que, demasiadas  veces, no se llegan a realizar, alguien se ha atrevido a abrir una ventana para que una ligera brisa ventilase el tedio y la monotonía en lo que, en ocasiones, se convierten mis adoradas, cálidas y sosegadas tardes de estío, tan anheladas durante el invierno. El simple gesto de abrir de par en par los cristales y las persianas y crear una ligera corriente de aire, el famoso “tiro” mallorquín, hizo que aquel “oratge” tan nuestro llegara, ayer, cargado de imágenes, música y palabras en una biblioteca de Alcudia, en el norte de la isla, esparciéndose por el casco antiguo, rebotando contra las paredes de dunas fósiles, gastadas por la intemperie y los años, y colándose en las almas de los transeúntes y los parroquianos sentados “a la fresca” en sus “balancins”, provocando que todo volviera a cobrar sentido. Artífice del milagro tan sencillo de refrescar con un simple gesto cotidiano que todos parecíamos haber olvidado, nuestro sentidos adormilados por la rutina y la canícula, ha sido la pintora Malen Company que, con sus pinceles cargados de magia y sentimientos, despierta emociones intensas en todo observador interesado a pasearse delante de su obra, donde palabras, fotografía y pintura se mezclan para formar unas piezas que parecen reunir todas las formas artísticas en una amalgama perfecta. Es así como el que yo denomino su “autorretrato emocional”, mi favorito, nos enseña la autora en todas sus expresiones faciales a la par que emocionales, como si de una secuencia fotográfica se tratara, en la que el fotógrafo hubiese dejado el objetivo abierto para captar el movimiento y los cambios de humor de la artista. Pero la exposición nos depara más sorpresas y los retratos se mezclan con las flores, las frases no pronunciadas y la música que lo invade todo. Porque durante la presentación del martes por la noche, los que tuvimos la suerte de asistir, pudimos presenciar la continuidad del sentimiento artístico en las nuevas generaciones, que nos emocionaron haciéndonos comprender que  la creatividad está a salvo mientras existan jóvenes que no renuncien a plasmar sus inquietudes sobre lienzo, papel o partitura. Y así fue como Xisca Morey acompañada por dos jóvenes músicos (los tres forman el grupo “L’Espill”), recitó delante de nosotros el relato “Petita Laia”, dejándonos clavados al suelo, imposibilitados para realizar cualquier movimiento, conteniendo al tiempo el aliento y las lagrimas. Necesitamos unos minutos para recuperarnos y todos disimulamos la emoción como pudimos, entre pañuelos de papel y vasos de vino. Tres motivos provocaron mi emoción: la historia extremadamente conmovedora, los cuadros de Malen que lo envolvían todo, enmarcando aquella noche mágica y el reconocerme a mí misma, con la misma edad de los protagonistas de la velada, sentada en corro, protegida por mi guitarra, mientras los acordes, las notas, las canciones y las palabras pronunciadas por y para mis amigos se esparcían en un mundo ya lejano. Me quedo con dos frases, las dos que inspiran esperanza para un arte tan pisoteado y ninguneado. La primera es de mi amiga Marga, la madre de la artista: “Tenemos suerte, existe una dimensión paralela de jóvenes artistas que no sabemos que existen pero que están allí”. La otra es de Joan, mi marido: “Hasta que existan jóvenes como estos, el mundo de creatividad artística que ha vivido nuestra generación quedará a salvo, para siempre: esta noche me han dado la posibilidad de volver a tener veinte años y revivir las mismas emociones y esto no tiene precio”.

Como en mi vida la banda sonora tiene una importancia trascendental, me gustaría poner música de fondo para este escrito y para la experiencia en general. No pudiendo tener las canciones originales que amenizaron la noche me gustaría que pensarais en “Kathy’s song” de Simon and Garfunkel, porque mientras escuchaba a Xisca recitar y sus compañeros tocar, unas palabras que hablaban de gotas de lluvia deslizándose por un cristal me llevaron automáticamente a la otra canción, donde Art cantaba a su amada que residía en Inglaterra, al otro lado del Atlántico, mientras observaba como las gotas de lluvia resbalaban y morían en las ventanas.



martes, 12 de agosto de 2014

Viña Ilusión: una gestación de "9 meses y 7 días" entre los caminos sinuosos de La Rioja.


Desde siempre, todas aquellas personas relacionadas con la producción de vino, aceite y productos de la tierra en general, merecen mi más profunda admiración. Será por esto que algunos de mis mejores amigos, los que me esperan en la plaza de Petra, las mañanas de domingo, se dedican a estos menesteres. Lejos de parecerse a los actores de las bucólicas películas que, cíclicamente, nos propone la industria cinematográfica americana, tan envidiosa de nuestro estilo de vida mediterráneo, comparten con ellos la dosis de heroicidad y tenacidad que se necesita para llevar a cabo tan ardua tarea: poner sobre nuestras mesas el oro amarillo y el brebaje de los dioses, como si cayeran del cielo, listos para nuestro consumo, cuidándose mucho de no hacernos notar ni pesar las horas de trabajo que aquellos productos tan naturales y, aparentemente sencillos, han supuesto. Y así cada domingo saboreo un Llàgrimes blanques de Can Coleto, un Muscat de Miquel Oliver o un oli d’oliva verge extra de Can Font, poniendo en marcha, juntamente a los sentidos, una serie de emociones que llegan a mezclarse con los sentimientos, desembocando, inevitablemente, en una conexión perfecta con la tierra que habito, sus habitantes y los productos que elaboran.

No conozco personalmente a Gloria Plaza Medina, sino sólo a través de sus escritos y sus datos biográficos, pero  por sus palabras y por formar parte de la categoría que acabo de citar, los que viven en simbiosis con el olor a tierra mojada, a hierba recién segada, a los que miman una vid a la que le cuesta crecer, que vendimian incansables y estudian los diferentes frutos, con sus distintos aromas, para mezclarlos en una barricas olorosas a madera y aromas de otros tiempos, merece mi admiración. Todo este faenar tiene como objetivo ofrecernos la botella perfecta, la que abriremos el domingo al mediodía y, cuyo contenido verteremos en los vasos y en la mesa, manchando nuestra alma y nuestra ropa de alegría y euforia.

Viña Ilusión, en La Rioja, es el lugar que ha elegido Gloria Plaza Medina para regalarnos una nuevas experiencia para los sentidos. ¿Qué mejor nombre para crear un producto que nos pueda llegar al corazón? Y es que Gloria nos atrapa a través del gusto y el olfato con sus vinos y, utilizando sus palabras impresas, llega directamente a nuestras almas. He leído su novela “9 meses y 7 días” y durante toda la agradable lectura no he parado de hacerme la misma pregunta:

¿Cómo consigue esta escritora contarme una experiencia que yo ya he vivido, y atraparme en todo momento, sin dejarme posibilidad de escape?

¿Cómo se puede contar una cosa tan cotidiana como un embarazo sin caer en la retorica? ¿Cómo abordar un tema tan conocido por buena parte de la población mundial y mantener el interés?

Aquí reside la genialidad de la novela: aborda el argumento desde una perspectiva tan diferente a lo que consideramos habitual, tan opuesta a lo que estamos acostumbrados a oír en las conversaciones con nuestras amigas (donde el tema del embarazo y el parto aparece y desaparece con una facilidad pasmosa, volviendo con fuerzas renovadas en nuevas reuniones, como si nunca se hubiera abordado, como si al contarlo fuera la primera vez que nos oímos pronunciar la misma historia de siempre) y a la par tan identificable en un hecho conocido, que no podemos dejar pasar la ocasión para saber más. Creo que precisamente en esto reside el éxito de esta novela: el hecho de de que una historia que podemos reconocer como algo natural, algo que en algún momento le ha pasado a una amiga, a una vecina, a nosotras mismas, nos muestre una faceta distinta. Todo acompañado por la prosa impecable de la autora.

También es increíble cómo, página tras página, nos sentamos parte de un grupo y los amigos de Paula, la protagonista, se conviertan en nuestros conocidos y con ellos nos vayamos a cenar y de marcha, tomemos café o salgamos en Nochevieja. Por esto Rafa, Clarita, Chari, Elena y Sergio, pasan a formar parte de nuestra cotidianeidad y nos apetece acompañar a Paula o lo largo de su embarazo, atravesando con ella todas las etapas emocionales y fisiológicas de la gestación, como si no estuviéramos familiarizados con ellas, como si nunca hubiéramos oído hablar de un parto, como si no conociéramos a nadie que haya tenido un hijo. En esto reside la magia de la literatura de Gloria Plaza Medina, el poder convertir en único un hecho cotidiano de la misma manera en que es capaz de obrar el milagro de convertir un racimo de uva en un brebaje excepcional, todo con pasión y dedicación, haciéndonos creer que todo es posible. ¿Cómo no admirar una persona que sabe unir el arte de la viña con la literatura, y que sabe verter toda su pasión tanto en una botella como en una página en blanco? Enhorabuena Gloria: es para mí un autentico placer seguirte por los sinuosos caminos de tu región, hechizada por tu andadura literaria y vinícola.

martes, 5 de agosto de 2014

La feria del libro de Madrid: una experiencia de sentimientos contrastados, entre poemas surgidos de la lava, fantasmas de otros tiempos y un camino infinito hacia el oeste.



Llegar al Parque del Retiro siempre me produce la sensación de haberme colado por error en una película norteamericana, aquellas en las que Central Park ejerce como protagonista y los demás actores no son que meros satélites que ruedan a su alrededor. Cada vez me sorprendo con el aire cosmopolita del lugar, aunque el sitio sea capaz de mantener, al mismo tiempo, la esencia madrileña de antaño. La medula de la ciudad, su alma, por una especie de milagro no se ve empañada por los centenares de “forasteros” que lo visitan y se pasean por sus caminos de grava.
Al proceder de un pequeño trozo de tierra en medio del mar y viniendo desde el aeropuerto, nunca sé por qué entrada accedo al Parque pero, por suerte, siempre encuentro algún lugareño (aunque dicen que quedan pocos autóctonos tengo una facilidad increíble para encontrarlos: será porque tienen aquel aire culto sin saberlo, aquel hablar tan castizo, aquella amabilidad  que hace sentir a cualquiera en casa…o por qué todos los que viven allí son considerados automáticamente de Madrid y parecen serlo) que me indican la dirección a seguir. Esta vez el objetivo a alcanzar era nada menos que La Feria del Libro 2014, donde me habían invitado a firmar mi última novela “Cuando el día cambia de color”. Por  miedo a llegar tarde a un evento tan importante, me adelanté, pudiéndome permitir el lujo de pasear entre las casetas aún cerradas y desiertas (nada en aquel momento podía hacer presagiar la llegada de la marea humana que se produjo después) y dar cuenta de un gratificante desayuno sentada en un bar de otros tiempos, de los que llenan el alma y el estomago al mismo tiempo.
No quiero alargarme mucho y resumiré mi paso por la Feria del Libro como una mezcla de emoción, agradecimiento, miedo a lo desconocido, orgullo, sensación de no estar a la altura. Afortunadamente la parte negativa de las vibraciones y la inseguridad desapareció cuando, sentada en la Caseta nº 42, las chicas de la distribuidora que la gestionaban me recomendaron que respirara hondo y me dejara llevar, disfrutando del momento, de la posibilidad de vivir aquel acontecimiento que tan pocos pueden experimentar. Y efectivamente yo estaba allí y mi nombre sonaba en la megafonía al lado del de Almudena Grandes, Rosa Montero, Ibáñez y muchos otros.
“Además, unas casetas más allá, están los famosillos de la tele” me dijo una de las chicas”… “¿cómo competir con esto?”. Y entonces desaparecieron el miedo al ridículo, la preocupación por hacer quedar bien la editorial, el desamparo por no conocer absolutamente a nadie en la Capital del Reino (aprovecho para agradecer a los que acudieron a la llamada y se pararon delante de la caseta para comprar algunos ejemplares de la novela). A partir de aquel momento disfruté de aquel fluir impresionante e incansable de personas, que venían a participar durante unas horas de aquella fiesta cultural.
Pero hay unas cuantas cosas y personas que me gustaría que destacaran en este escrito como los  que realmente han hecho que valiera la pena el madrugón, el viaje, el estomago en un puño y mi presencia en la Feria del Libro de Madrid 2014. Dejando a un lado el respaldo de mi familia y el maravilloso Bocata de Calamares, que en Madrid sabe a gloria, he podido gozar de la presencia de personas y de la lectura de obras que de otra manera no hubiera conocido. 
Para darme la bienvenida e infundirme el coraje necesario para afrontar mi asistencia en aquel lugar, estaba Carlota Lama, escritora gallega que forma parte de aquel grupo de madrileños que lo son por vivencias y meritos propios. La conocía por su maravillosa novela “El encuentro de las aguas” pero, a diferencia de su río y su mar, nunca nos habíamos encontrado aunque por sus palabras impresas sabía, de antemano, que la nuestra podría ser una amistad para toda la vida. Mi instinto no me falló y delante de mí se desplegaron la cultura y la sabiduría de quien ha vivido una vida plena y llena de hechos interesantes, en lugares distintos, con personas diversas, saboreando y haciendo acopio de todas las emociones y las sensaciones, almacenándola para luego verterlas en sus libros o en sus interesantes conversaciones. Al día siguiente firmaría su última novela “Sin nada”, de la que tuve el privilegio de llevarme una copia dedicada y que devoré a mi vuelta a la Isla. Con su lectura emprendí un largo camino hacia el Oeste, hacia donde la tierra acaba y empieza lo desconocido. Y siguiendo los dos protagonistas, me paré a comer pan con queso, a descansar, a masajearme los pies doloridos, porque como ellos noté cada bache y cada piedra del camino. Al empezar la lectura nos convertimos, sin quererlo, en unos peregrinos y al llegar a Santiago, la Catedral nos asombra y nos deja sin aliento con su majestuosidad. Y todo el misticismo contenido en sus paredes, toda la sabiduría gallega que envuelve las palabras de la escritora, nos atraviesan casi por osmosis. Es de esta manera como lo que es un viaje iniciático para algunos y de retorno de toda una existencia para otros, se convierte en una lección de vida para cualquier lector. Porque Carlota es una escritora sabia que nos deja consejos sobre cómo afrontar los retos que nos depara nuestro andar por los meandros de la existencia a la par que nos transporta en los lugares donde deambulan sus personajes:
“El sol había llegado antes que ellos. Podía así ofrecerles sus últimos rayos del día…Iban sumergidos en mil matices de verde cuando de repente, allá, a lo lejos, un azul dorado e infinito invadió el valle.”
Gracias, Carlota Lama, por indicarnos el camino hacia el saber estar, el buen hacer y la amistad. Sigue regalándonos pasajes a otros lugares a través de tus palabras  y déjanos vivir experiencias que también podrían ser nuestras siguiendo, en tus páginas, la vida de los personajes que has hábilmente creado. Curiosamente, como Lucca y Diego, protagonistas de “Sin nada”, yo también tengo la costumbre de caminar hacia el oeste al atardecer y dejarme empapar, hasta que la oscuridad me obliga a regresar, por los últimos rayos de sol. Algún día espero llegar donde la tierra se funde con el mar, o el mar penetra en los campos, matizando de azules el verde de la hierba de tu Galicia.
De un lugar mucho más lejano, de otra isla situada en un mar mucho más profundo y oscuro, de una tierra volcánica tan diferente a la caliza omnipresente en mi mundo, viene la otra persona cuya obra saboreé, página a página, sentada en una cafetería de antaño, a mi vuelta de Madrid. Conocí a su autor durante el tiempo que duró mi presencia en la Feria, pero me bastó para apreciar la cultura de profesor de literatura que manaba de sus palabras. Tengo que confesar que no estoy muy puesta en materia poética y que mi experiencia en este campo es muy reciente y se reduce a unas participaciones pasivas en unas magnificas e interesantes reuniones mallorquinas apodadas “El último Jueves” que, como su nombre indica se realizan el último jueves de cada mes y donde, después de presentar un autor concreto, los poetas asistentes al acto pueden acabar, en las dulces horas de la madrugada, declamando sus versos. José Antonio Luján es un escritor y poeta canario que me encantaría que pudiera participar en estas reuniones, por la calidad de sus versos, la profundidad de sus metáforas, la utilización culta de todos los recursos poéticos. Sus palabras se agarran a la tierra volcánica como la vid que se cultiva en su isla, parecen surgir de las mil cuevas formadas por los caprichos de la lava, entran en el alma y la cortan como el filo de las piedras  de magma que crean paisajes lunares. Su formación clásica emerge de entre los versos a través de Dioses del Olimpo, mitología griega mezclada con el viaje de Ulises, su cultura surge de las referencias al arte abstracto contemporáneo y a la filosofía platónica, la música clásica y los electrodomésticos modernos. Todo envuelto por los aromas y los paisajes de su tierra que, como el nombre de la obra bien indica “Salmodia Atlántica”, está bien anclada en medio del océano, surgida como Venus de las aguas. El libro es un aprendizaje para el alma y cuenta con la espectacular colaboración de veinte artistas plásticos locales, formados en la Escuela Luján Pérez, que han expresado en imágenes lo que José Antonio Luján ha plasmado en palabras. Por esto podemos zambullirnos en …la ruda retama blanca espuma recreando una estepa en el vacío…de “Creación” y verla en la pintura de Teo Mesa o observar el “Caos” de Orlando Hernández mientras leemos…el verbo troquelado tras el verso…y sumergirnos en el “Abstracto” de Yolanda Graziani mientras nos parece escuchar a Gustav Mahler de fondo. Una delicia para los sentidos.
La tercera obra que marcó un antes y un después por lo que concierne a mi presencia en el Parque del Retiro en un día de junio, hacía tiempo que quería adquirirla y leerla. Publicada en marzo de 2011, “Fantasmas de Kensington” de J.D. Álvarez, había planeado sobre mis ganas de una buena lectura como un espectro salido de sus páginas. Después de varios intentos conseguí un ejemplar dedicado por el autor, que llegó directamente a mi casa por mensajero desde la Feria del Libro 2014, ya que no pude coincidir con el escritor/editor en el momento de su firma. Durante su lectura me encontré delante de una novela diferente, llena de aportaciones interesantes y citas que delatan un profundo estudio del tema a tratar. La cultura del autor permanece presente per subyacente en todo momento, como con temor a ser descubierta por el lector, al cual quiere hacer creer que se encuentra delante de un libro de fácil lectura. Porque el tema principal se rehace a la novela de James Matthew Barrie, creador del personaje al que la mayoría creemos parecernos un poco, Peter Pan. El mismo que nos provoca a la vez ternura y fastidio, nostalgia por lo que fue, esperanza por lo que todavía podría ser y, simplemente rechazo, cuando ya apostamos directamente  por el futuro y ya no queremos creer en nada. Dependiendo de las diferentes épocas de nuestra vida, sentimos emociones encontradas hacia el eterno niño que puede volar gracias a un polvillo mágico, sensaciones que se descomponen en múltiples variantes  según nuestro estado de ánimo, casi las mismas que han llevado a diferentes estudiosos del tema a abordarlo. Así lo hemos podido ver en varias versiones cinematográficas, desde dibujos animados a interpretaciones de actores famosos, en canciones de autores nacionales o extranjeros, en obras de teatro escolares y disfraces de fin de curso. Estudiado y escudriñado en todas sus perspectivas: desde el punto de vista del protagonista o de Wendy, de su proprio autor o del malo de la historia. Pero nunca desde el planteamiento que nos propone J.D. Álvarez, uno de los mayores expertos en materia: desde el del hombre que una vez fue el niño que dio nombre al eterno adolescente, Peter Llewelyn  Davies, muerto suicida cansado de que le preguntaran por el que suponían su alter ego. ¿Y si no hubiera muerto arrollado por aquel tren en la estación Londinense de Sloane Square, dejando atónitos a todos los que contaban con él y le creían inmortal?¿Y su hubiera muerto otro en su lugar pudiendo, por fin, desprenderse de su sombra y empezar una nueva vida? Dicen que no hay ningún plan perfecto y que los fantasmas de tu pasado siempre te encuentran: será por este motivo que podemos pasearnos con el protagonista de la novela de J.D. Álvarez por unos parajes escoceses que intentan alejarse del estereotipo que tenemos de “Neverland”, el país de nunca jamás, pero seguimos encontrándonos con el cocodrilo, el capitán Garfio, las Sirenas y nuestros peores temores. Y es que nadie nunca dijo que esconderse de uno mismo y del destino que nos pertenece, fuera fácil. J.D. Álvarez, tampoco nos lo promete pero, a cambio, nos deja pasar un rato en compañía de personajes que creemos conocer, llevados de la mano por una prosa impecable y envueltos en la atmosfera claustrofóbica de una novela repleta de espectros no muy al uso.
 

miércoles, 4 de junio de 2014

Mi padre subió las escarpadas y heladas laderas del Mont Blanc y llegó a la cima( o lo que es lo mismo, un aula llena de chicos con inquietudes y cultura).



 

Hubiera podido ser una tarde como otra, una en las que los deberes cotidianos se alían para que tu propósito de hacer algo diferente se difumine y desaparezca en aquel lugar indeterminado, que todos poseemos, que se encuentra entre el “ya lo haré otro día” y el “hay más días que calabazas”(traducido directamente de la cultura mallorquina). Afortunadamente la llamada de un buen amigo y mejor profesor de literatura, me llevó hasta un patio soleado, donde pude sentarme en una pared de ladrillos a escuchar los sonidos de la primavera que me anunciaba un desenlace diferente al habitual, mezclados con los murmullos de los alumnos  adolescentes, impacientes por salir al calor de un verano inminente. Pero nada hubiera podido presagiar lo que vendría después...

La llamada se había producido aproximadamente hacía un mes y me anunciaba que mi última novela, “Cuando el día cambia de color”, había sido incluida en un programa de lectura para los chicos de 1º de Bachillerato del colegio Pius XII y se me honoraba con la posibilidad de intervenir en la charla y análisis posteriores a la lectura. Naturalmente accedí, agradeciendo a aquel paladín de la cultura, (que tendré que añadir a la lista de los dos  o tres que conozco), la posibilidad de participar en una actividad tan rara en los días que corren. Y es que el profesor en cuestión, que podría presumir del hecho de haberse ganado la admiración de todos los alumnos que pasaron por sus clases y a los que enseñó a apreciar y a no vapulear “Las Letras”, tiene nombre de personaje de antaño. En el país que me vio nacer es el protagonista de un comic muy famoso, instructivo y culturalmente encomiable, que vio la luz en 1917 en el Corriere della Sera. Entre versos y rimas (dísticos y octonarios), la viñetas  nos narraban las aventuras de un personaje entrañable, teniendo como principal función, la pedagógica, elemento que envuelve y propulsa toda la vida del profesor al que estoy haciendo referencia. Pero como siempre estoy divagando, perdiéndome en los meandros de las líneas escritas negro sobre blanco…

Tengo que admitir que, a estas alturas del curso, me esperaba una asistencia mínima, con un porcentaje muy bajo de lectores reales de mis escritos, por esto la sorpresa fue aún mayor cuando los chicos fueron llegando, puntuales a su cita con el mundo literario.

Sentados en círculo,  (me gustaría más utilizar “sentados en corro”, dada la atmosfera intimista y cultural que se respiraba en la estancia), el profesor empezó desgranando algunos de los temas claves de la novela, con la sabiduría que sólo posee el que ha leído un millón de libros y al que apasiona su trabajo. Y surgió la magia: los asistentes, que realmente, habían leído mi novela, la abrieron ante mí, como si de un abanico se tratara, comentando pasajes, citando líneas enteras, encontrando la emoción dentro de la emoción, explicando sus sensaciones al leer mis palabras. Todo esto con un apasionamiento, una preparación y un entusiasmo que creía perdidos.

De esta manera fue como conocí al músico de conservatorio que reinterpreta las piezas clásicas según su estado de ánimo, teniendo en cuenta la época en que fueron escritas, empapándose de historia de la música para entender el porqué de aquellos garabatos sobre un pentagrama, el milagro de cómo, una vez trasportados sobre las teclas de un piano o las cuerdas de un violín, adquieren un significado que nos derrite el alma.

O la chica tímida que escribe poemas y no se atreve a declamar sus palabras. Su sensibilidad es evidente en sus gestos, en su forma de expresarse, de moverse. Espero que se ponga en contacto conmigo para hablarme de poesía, en la que no estoy muy puesta y para que me acompañe a unas reuniones de poetas a las que, desde hace poco, participo, dónde tendría la posibilidad de expresarse, el día en que se sienta preparada.

Y qué decir de un chico que conozco desde pequeño, que parecía haber devorado mí novela y conocer detalles dentro de los detalles, expresándolos con un entusiasmo y un apasionamiento que me dejaron impactada. Había reinterpretado mis sensaciones adaptándolas a las suyas, en una simbiosis perfecta. Además con sus reflexiones me hicieron recordar que "todos necesitamos un poco de sur, para no perder el norte".

Por no hablar del actor de teatro que escribe para liberar sus emociones y que, como yo, siempre tiene una libreta a mano por si surge alguna idea, alguna frase que no hay que olvidar. Le exhorto a continuar con su tarea, a no obsesionarse delante de la hoja en blanco, a pensar mientras vive y a escribir cuando la inspiración llegue, a captar las historias que tiene que contar desde sus entorno: la vida está llena de historias que esperan ser contadas…y de alguna manera  irán en su búsqueda.

O de las preguntas interesantes de la muchacha que conozco de vista, de tanto ir y venir por el colegio, que hizo que revelara datos personales acerca de la novela y elementos sobre mi forma de trabajar.

A los demás que aportaron sensaciones, emociones, que me hicieron sentir importante, que me hicieron creer que hay esperanza en una generación que no perderá ciertos valores y que buscará la manera de sentirse vivo y realizado, dentro o fuera del trabajo, incluso como el propio profesor indica, reivindicando el derecho a los fines de semana intimistas, tumbados detrás de una pila de libros a punto de ser leídos o releídos.

A todos ellos, gracias por haberme hecho contar una anécdota ocurrida realmente y que tiene como protagonista a mi padre, hombre de espíritu aventurero y modestia a escala industrial (creo que, sin ni siquiera imaginarlo, fue uno de los primeros windsufistas de la historia, navegando con una tabla de madera a vela, que aún conserva, por aguas tempestuosas y que efectuó varias hazañas sin darle ninguna importancia, llegando al punto de no llegar a contarlas…aquí estoy yo para hacerlo y dejar constancia de las cosas, para que sean inmortales. Ante la futilidad de la vida, aquí quedáis vosotros, el grupo del Club de Lectura, los que participasteis ayer en un intercambio enriquecedor de ideas, para siempre plasmados en mis palabras (esta vez no han sido ponderadas durante días, sino escritas por impulso…a veces la mejor manera de hacer las cosas, siguiendo nuestros instintos), con muchos años de vida por delante y con la seguridad de la inmortalidad asegurada, aunque sólo sea en un modesto blog. Para todos vosotros va la historia de la épica escalada:

…Esta historia la recordaba bien. Siempre me había fascinado y encontraba injusto que no se hubiera reconocido el merito de aquella proeza alpina, a los que la habían llevado a cabo. Por lo menos a nivel de asociaciones montañesas locales, que en la era de las escaladas calculadas al milímetro, presumían de ascensiones mucho menores que la realizada por los protagonistas de aquella aventura.

La historia se sitúa a principios de los años sesenta cuando un grupo de amigos, cadetes de la marina militar decidieron escalar el Mont Blanc. Tomaron la decisión en un día de agosto en la playa y alrededor de mediados de mes, empezaron la gesta. Se trataba de ocho amigos dispuestos a llegar hasta donde pudieran y a pasárselo bien. No se habían entrenado para ello y el equipamiento que alquilaron en la ciudad más próxima al punto desde donde empezaron la ascensión, fue sencillo e insuficiente. Llegaron en tren hasta la costa italiana, donde se pararon a nadar en un pueblo encaramado a las rocas. Allí mi padre sufrió las picaduras de unas medusas que yacían en la orilla. Los pies se le llenaron de ampollas, pero esto no le paró. Siempre en tren llegaron hasta Courmayeur donde alquilaron los enseres necesarios para la ascensión. Llegaron al primer refugio situado a 3500 metros por la tarde. Una avalancha de nieve había hundido una pared de la barraca de madera y la había sustituido por una masa blanca y helada que se deslizaba hacia el interior, haciendo inservible la mitad de la estancia. Los ocho amigos y otros visitantes tuvieron que dormir de costado, apoyándose en la espalda del que tenían delante, por falta de espacio. El frío era insoportable, y el cansancio monumental. Se pusieron en marcha a las tres de la mañana, utilizando unas linternas para orientarse en aquel desierto blanco que, en aquellas horas parecía más oscuro que el betún. Habían tenido que dejar atrás a tres componentes del grupo que empezaban a advertir los primeros síntomas del mal de altura.

Los cinco llegaron al segundo refugio, situado a cuatro mil doscientos metros de altura, sobre las diez de la mañana. Dicho resguardo consistía en una estructura metálica, cuya entrada había que ser liberada de la nieve a fuerza de picos y palas. El acceso era, en efecto, un agujero escavado en la nieve con forma de codo, lo justo para que pudiera pasar el cuerpo de un hombre deslizándose sobre los antebrazos. Un lugar claustrofóbico donde los hombres intentaron calentar un poco de agua en un hornillo de gas, para poder tomar una infusión tibia que les permitiera descongelar sus artos inferiores y adquirir el coraje necesario para iniciar el último asalto, el ascenso hasta los cuatro mil ochocientos diez metros de la cima. Sólo lo consiguieron tres: mi padre, su gran amigo Aldo y un conocido que se había unido a la expedición en el último momento. Avanzando sobre un crestón helado, de medio metro de anchura y asomado a dos caídas libres de casi un quilómetro, los tres hombres agarraban los crampones de sus botas al suelo helado, teniendo el cuidado de colocar un pie delante del otro, para no precipitar al barranco. Unos minutos en la cima, lo justo para una foto y poco más, porque la falta de oxígeno no les dejó tiempo ni para alegrarse de la hazaña conseguida, ni para celebrarlo como era debido. Bajaron para recoger lo más rápidamente posible a sus compañeros enfermos de demasiada proximidad al cielo, y para curarse los pies doloridos. Mi padre recordaría durante años la sangre y el pus que manaban, cual fluido viscoso, de sus ampollas reventadas. Nadie los esperaba abajo para felicitarles, ningún periodista escribió nunca un artículo acerca de aquello. Se limitaron a coger el tren y a volver a casa, contando la aventura en contadas ocasiones, sin alardes ni ostentaciones, conscientes de que lo que había ocurrido en un soleado día de agosto, con los rayos abrasándoles la piel, no le interesaba a nadie.

Efectivamente mi padre no habló casi nunca del tema. Yo lo supe un día, por casualidad, mientras mirábamos juntos un documental acerca de las mayores cimas de Europa.

“Yo he estado allí” me dijo, indicándome con el dedo la imagen televisiva que mostraba la cima del Mont Blanc. “Subí por la vertiente sur, la italiana, pero llegué hasta la parte francesa” añadió, como quien no quiere la cosa.

“¿Has escalado el Mont Blanc? ¿Lo saben tus amigos excursionistas? ¿Está al corriente la asociación nacional a la que perteneces?” le pregunté, asombrada por el maravilloso descubrimiento acerca de mi padre.

“No” contestó él—. “Nunca lo he contado, no creo sea de mucho interés”.

Años después, estando yo en casa de mis padres, recibimos una llamada telefónica, a la que contesté personalmente.

Una voz al otro lado me hizo saber que se llamaba Aldo, y era un amigo de juventud de mi padre. No relacioné su nombre enseguida, pero después de una larga conversación con él, mi padre apareció en la cocina.

“Era Aldo” me dijo, “mi amigo en la Academia Militar. El que fue mi compañero en la subida hacia el Mont Blancsiguió—. “Dice que se está haciendo mayor y necesita hablar de aquella aventura con alguien que estuvo allí, para estar seguro de que aquello fue real. Sus hijos y sus nietos no le creen y está empezando a dudar”.

“Papá, tienes absolutamente que quedar con él. Invítale a casa: sé que vive lejos, pero creo que valdrá la pena escuchar sus relatos” dije, como si se tratara de lo más importante en el mundo.

Recuerdo que aquella situación me produjo una gran tristeza: ¿hay cosa peor en la vida que no ser creído?

El encuentro nunca se llevó a cabo. Mi padre empezó a no encontrarse bien, mi madre enfermó y ya no hubo tiempo para nada.

 

Francesca Valentincic

Cuando el día cambia de color (Ediciones Atlantis)

 

El día 7 de junio estaré en Madrid, firmando ejemplares de la novela en La Feria del Libro. No conozco a nadie en la capital de este reino sin Rey, si alguien vive por allí o tiene algún conocido que vaya el día 7/6 a la caseta 42 del Parque del Buen Retiro, de 13.00 a 15.00. Será una experiencia maravillosa y un gran honor, pero no creo que llegue a emocionarme tanto como la tarde de primavera pasada sentada en corro en un aula de bachillerato, con el aire cálido de primavera entrando por ella mezclándose a las sensaciones y percepciones literarias de unos chicos que…

Si alguien quiere ponerse en contacto conmigo:


 

jueves, 24 de abril de 2014

LA MEMORIA DEL AGUA...EL RECUERDO ES IMPORTANTE


Hace algunos años empecé mis andaduras en el mundo literario a través de la recopilación de unas anécdotas que formaron parte de mi universo infantil, historias contadas como si de un cuento se tratara en las calurosas tardes de verano, por parte de mis padres y mis abuelos. Dicha colección se transformaría en una novela  que no representaría sino parte del legado que quería dejar en herencia a mis hijos: una memoria histórica indispensable para seguir seguros hacia el futuro, con una sabiduría adquirida imprescindible para no cometer los mismos errores. Algo tan simple como el conocimiento de algunos hechos históricos, algo tan banal como el aprender de lo sucedido, parece no serlo tanto en los días de la ignorancia institucionalizada. Mañana, casi hoy dada la hora, 25 de abril, será un día festivo en el país que me ha visto nacer: los niños no tendrán colegio y  muchos padres aprovecharán para organizar unas mini vacaciones con la familia. Pero sólo la frase de una amiga en un e mail esta tarde, me ha hecho reflexionar sobre la importancia de escribir estas líneas: ya había decidido hacerlo, pero sus palabras han dado un giro inesperado al sentido de mi escrito.

“Feliz 25 de abril” rezaba su misiva “y, por favor, no os canséis de contar qué significado tiene este día o pronto, todo el mundo lo habrá olvidado”.

Este escrito que quería ser una dedicatoria a mi padre, que en esta fecha emblemática celebra su onomástica y del que he tenido la suerte de oír contar los hechos que vendrán a continuación, ya que los vivió en primera persona, se ha convertido en una desesperada lucha contra el olvido y el desconocimiento.

Acto seguido os contaré la anécdota, novelada, que vivió mi padre en su día y que es parte integrante de mi novela “La memoria del agua”. Si me lo permitís, añadiré una improvisada versión en italiano, una traducción rápida para quién no esté dispuesto a olvidar.

Dedicado a mi padre y a la amiga que no cree en el olvido.

“…La vuelta a Bologna había sido dura. La ciudad estaba controlada con mano de hierro por los alemanes. La vida se reducía a poco más que ir a la escuela y al trabajo: además la casa de Edoardo ya no existía. Desde la ventana del cuarto que él y su hermana habían ocupado en la casa de la tía Gianna, Marco escuchaba los pasos de la ronda alemana que marchaba por la via Santo Stefano y las adyacentes, desde el anochecer. El toque de queda entraba en vigor a las diez de la noche y, hasta las seis de la mañana, nadie, sino con un permiso especial, podría haberse aventurado por las calles de Bologna sin arriesgarse a ser detenido. Las ventanas tenían que permanecer cerradas a cal y canto y las luces apagadas u ocultadas. Marchas nocturnas, toque de queda, alarmas, huidas a los refugios y bombardeos habían sido lo acostumbrado durante meses. Hasta aquella noche, la noche entre el 20 y el 21 de abril de 1945, en la que un extraño silencio envolvió, de repente, las calles. Un silencio espeso, palpable, que caló hondo entre los vecinos de Bologna, aunque nadie se atreviera a salir para esclarecer el motivo de aquella repentina falta de ruido. La mayoría permaneció velando la nada toda la noche escuchando el sonido del silencio. Marco decidió ser uno de ellos y se propuso no dejarse vencer por el sueño, consciente de que algo pasaba, algo de lo que quería ser participe. Pero la noche se hizo muy larga porque el silencio puede llegar a ser muy monótono aunque, de vez en cuando, fuera roto por el ruido de la huida. El niño se rindió a los brazos de Morfeo.

El alba iluminó la ciudad y esclareció lo ocurrido. Marco se despertó con el vocerío de la gente en la calle y salió apresuradamente a la vía, con el resto de su familia. Los vecinos abarrotaban las aceras, la concentración de la gente era tal que sólo cuando Marco logró abrirse paso entre las piernas allí congregadas, logró averiguar lo que estaba pasando. Un desfile de tanques, camiones, coches que había oído decir que llamaban jeep, cargados de soldados sonrientes que les saludaban en un idioma distinto, entraban en la ciudad desde la carretera de Florencia, por el puerto de la Futa, desde la calle Murri y la calle Santo Stefano hacia el centro. Los elementos pesados habían sido desviados hacia los Jardines Margarita y, de los más ligeros, en vez de la metralla, se lanzaban caramelos, goma de mascar y chocolatinas a lo largo y ancho de la ciudad. Marco, como los demás niños, hacía lo imposible para obtener un buen botín y alcanzar el mayor número de golosinas que caían como llovidas del cielo. Mientras tanto los aliados estaban ocupando todos los lugares públicos, los centro neurálgicos de la ciudad: ayuntamiento, cuarteles militares, centrales eléctricas abrieron sus puertas con alivio a los nuevos venidos. De los viejos inquilinos sólo quedaba el olor rancio del miedo.

De la huida de fascistas y alemanes quedaban los ecos nocturnos de unos pasos apresurados en la calle, de escaleras bajadas en volandas y maletas cargadas en coches que aguardaban en marcha detrás de una esquina para dirigirse al norte, donde aún se vislumbraba la posibilidad de salvación. Aún se podía escuchar en el aire el rugido de los motores de las caravanas de camiones sobrecargados de soldados que dejaban los cuarteles, soldados que llevaban al hombro toda huella de su presencia en la ciudad y que se iban transportando emociones encontradas, el petate, escopeta y enseres inútiles allí adonde pudieran llegar. La certeza de salvar el pellejo, tan obvia y extendida entre los jerarcas, se iba diluyendo entre los rangos inferiores a medida que se acercaba el momento de cruzar el Po. Nada, en la noche, delataba la presencia del río en apariencia tranquilo y silencioso. Nada sino las grandes hileras de chopos y un olor extraño, punzante, el olor de la derrota que devuelve el Po a quien no consigue cruzarlo. Los puentes habían sido bombardeados, en algunos casos, por los mismos alemanes para dificultar la conquista a los aliados y las pocas barcazas, ocupadas inmediatamente por los oficiales y los poderosos, fueron insuficientes para albergar a todo el que deseara pasar a la otra orilla. Muchos fueron los que se aventuraron a cruzarlo a nado, presos por el pánico de animal acorralado, notando detrás de sí el aliento hediondo de los que clamarían venganza o afianzados por el imperturbable discurrir de sus aguas. Los más no sabían nadar, originarios como eran de pueblos del interior de un país asomado a un trozo de mar impracticable hasta en verano. En esto los italianos los aventajaban, en esto y en muchas otras cosas, virtudes que sus superiores habían intentado esconder o tergiversar, para fomentar en los soldados el odio y dar cabida a una mínima  excusa moral para hacer más plausible su presencia en aquel país, y que ahora salían a flote como los cadáveres que devolvía el río. Los petates, las escopetas y el frío hicieron el resto. Los temidos remolinos, desconocidos a quien no teme el Po, se encargaron de truncar el sueño de un regreso a casa de centenares de jóvenes, el único anhelo de los cuales, era volver a abrazar a sus padres. A la mañana siguiente y durante mucho tiempo, los pescadores y los campesinos de los pueblos de la zona, encontrarían en sus orillas el reflejo de la desesperación y la derrota grabado en los vientres hinchados, la piel tensada y transparente de los que habían desafiado el río y el agua, siempre el agua, manando de la boca de los ahogados por un tiempo infinito. Como si el agua tuviera memoria y supiera de donde ha venido y donde tiene que regresar. Mejor fortuna no corrieron los que quisieron burlar la suerte emprendiendo el camino contrario. Cuenta la historia, ya convertida en leyenda por el estatus que otorga el paso del tiempo, que un grupo de fascistas se embarcaron en un viaje con rumbo hacia el sur y a un destino desconocido. Subidos  a un coche de línea, con identidades falsas y navegando contracorriente, esperaron encontrar la salvación donde nadie les hubiera buscado, en la boca del lobo. Con el miedo a flor de piel, que ni los nuevos documentos podían camuflar, se dirigieron hacia su destino, sólo amparados por el aluminio del vehículo y la convicción de la genialidad de su idea. Parece ser que no llagaron muy lejos. En el pueblo de san Posidonio, una localidad entre Mantova y Modena, a pocos kilómetros a sur del Po, acabó su viaje. Nunca se volvió a saber de ellos, nunca se encontró su medio de transporte.
 
 
Gli alleati entrano a Bologna ,21 aprile 1945


Il ritorno a Bologna era stato duro. La città era controllata con mano di ferro dai 

 tedeschi. La vita si riduceva a poco più che andare a scuola ed al lavoro e, inoltre, la

casa di Edoardo  non esisteva piú. Dalla finestra della stanza che lui e sua sorella

avevano occupato nella casa della zia Gianna, Marco ascoltava i passi della ronda

tedesca che, a partire dal tramonto, camminava lungo via Santo Stefano e le strade

adiacenti. Il coprifuoco entrava in vigore alle dieci di sera e, fino alle sei della mattina,

nessuno, se non con un permesso speciale, avrebbe potuto avventurarsi per le strade di

Bologna senza rischiare di essere arrestato. Le finestre dovevano rimanere chiuse quasi

ermeticamente e le luci spente o occultate. Marce notturne, coprifuoco, allarmi, fughe

ai rifugi e bombardamenti erano stati la routine durante mesi fino a quella notte, la

notte tra il 20 ed il 21 di aprile 1945, durante la quale un strano silenzio avvolse,

improvvisamente, le strade. Un silenzio spesso, palpabile che colpí profondamente gli

abitanti di Bologna, benché nessuno osasse uscire per scoprire il motivo di quella

repentina mancanza di rumore. La maggioranza rimase vegliando il nulla tutta la notte

ascoltando il suono del silenzio. Marco decise di non essere da meno e si propose di non

lasciarsi vincere dal sonno, cosciente che qualcosa di importante stava per accadere,

qualcosa di cui voleva essere partecipe. Ma la notte si fece interminabile gia che il

 silenzio può diventare tremendamente monotono benché fosse rotto, ogni tanto, dal

 rumore della fuga, ed il bambino si arrese alla chiamata di Morfeo.

  L'alba illuminò la città e rischiarò ció che era avvenuto.  Marco si svegliò con lo

 schiamazzo della gente per strada ed uscì affrettatamente sulla via, con il resto della

 sua famiglia. I vicini affollavano i marciapiedi, la concentrazione della gente era tale

 che solo quando Marco riuscì a farsi largo tra le gambe delle persone lí congregate,

 riuscì a verificare quello che stava succedendo. Una sfilata di carri armati, camion,

 automobili che aveva sentito dire che si chiamavano jeep, carichi di soldati sorridenti

 che li salutavano in una lingua distinta, entrava in città dalla strada di Firenze, per il

 passo della Futa, dalla via Murri e la via Santo Stefano fino al centro. Gli elementi

 pesanti, erano stati fatti derivare ai Giardini Margherita e, dai più leggeri, invece della

 mitraglia, venivano lanciate caramelle, gomme da masticare e cioccolata lungo tutta la

 città. Marco, come gli altri bambini, faceva tutto il possibile per ottenere un buon

 bottino e riunire il maggiore numero di caramelle che piovevano come cadute del

 cielo. Nel frattempo gli alleati stavano occupando tutti i posti pubblici, i centri

 nevralgici della città:  municipio, caserme militari, centrali elettriche aprirono le loro

 porte con sollievo ai nuovi venuti. Dei vecchi inquilini rimaneva solo l'odore rancido

 della paura.

 Della fuga di fascisti e tedeschi rimaneva l’eco notturno di alcuni passi affrettati per

 strada, di scale scese di corsa e valigie caricate in automobili che aspettavano in marcia

 dietro un angolo per dirigersi verso nord, dove ancora si scorgeva la possibilità di

 salvezza. Ancora si poteva ascoltare nell'aria il ruggito dei motori delle carovane di

 camion sovraccarichi di soldati che lasciavano le caserme, soldati che portavano in

 spalla tutte le impronte della loro presenza in città ed andavano via, trasportando

 emozioni contrastate, lo zaino, il fucile ed utensili inutili lì dove sarebbero potuti

  arrivare. La certezza di salvare la pelle, così ovvia ed estesa tra i gerarchi, si andava

 diluendo tra i ranghi inferiori man mano che si avvicinava il momento di attraversare il

 Po. Niente, nella notte, tradiva la presenza del fiume, in apparenza tranquillo e

 silenzioso. Nulla se non le grandi file di pioppi ed un odore strano, acuto, l'odore della

 sconfitta che restituisce il Po a chi non riesce ad attraversarlo. I ponti erano stati

 bombardati, in alcuni casi, dagli stessi tedeschi per ostacolare la conquista agli alleati, e

 le poche chiatte, occupate immediatamente dagli ufficiali ed i potenti, furono

 insufficienti per albergare chiunque desiderasse passare sull'altra riva . Molti furono

 quelli che si arrischiarono ad attraversarlo a nuoto, presi dal panico di un animale

 accerchiato, notando dietro la nuca l'alito pestilente di chi avrebbe clamato vendetta o

 rassicurati dall'imperturbabile discorrere delle sue acque. I più non sapevano nuotare,

 originari come erano di villaggi dell'interno di un paese affacciato ad un pezzo di mare

 impraticabile perfino d’estate. In questo gli italiani li avvantaggiavano, in questo ed in

 molte altre cose, virtù che i loro superiori avevano tentato di nascondere e tergiversare,

 per fomentare nei soldati l'odio e lasciare spazio ad una minima scusa morale per fare

 più plausibile la loro presenza in quel paese, e che ora venivano a galla come i cadaveri

 che restituiva il fiume. Gli zaini, i fucili ed il freddo fecero il resto. I temuti mulinelli,

 sconosciuti a chi non teme il Po, si incaricarono di troncare il sogno di un ritorno a casa

 di centinaia di giovani, l'unico anelito dei quali, era tornare ad abbracciare i propri

 genitori. La mattina seguente, e durante molto tempo, i pescatori ed i contadini dei

 paesi della zona avrebbero trovato, sulle sue rive, il riflesso della disperazione e la

 sconfitta registrato nei ventri gonfi, la pelle tesa e trasparente di chi aveva sfidato il

 fiume, con l'acqua, sempre l'acqua, sgorgando  dalla bocca durante un tempo

 infinito. Come se l'acqua avesse memoria e sapesse da dove è venuta e dove deve

 ritornare.

 Migliore fortuna non corsero quelli che vollero eludere la sorte intraprendendo la strada

 contraria. Racconta la storia, già convertita in leggenda dallo status che concede il

 passare del tempo, che un gruppo di fascisti si imbarcò in un viaggio con rotta verso sud

 e diretti verso un destino sconosciuto. Montati su di una corriera, con identità false e

 navigando controcorrente, sperarono di trovare la salvezza dove pensarono che nessuno

 li avrebbe cercati, nella bocca del lupo. Con la paura a fior di pelle che né i nuovi

 documenti potevano camuffare, si diressero verso il loro destino protetti solo

 dall’alluminio del veicolo e la convinzione della genialità della loro idea. Sembra che

 non arrivarono molto lontano. Nel paese di San Posidonio, una località tra

 Mantova e Modena, a pochi chilometri a sud del Po, finì il loro viaggio. Di loro non si

 seppe mai nulla e non si trovò mai il loro mezzo di trasporto.

 
Francesca valentincic: La memoria del agua, Lleonar Muntaner Editor